Pancho Villa

viernes, 5 de agosto de 2011

Fragmento de las memorias de Victoriano Huerta


Hermanos míos:

Es necesario que yo escriba estas líneas para que los mexicanos y el mundo entero me conozcan íntimamente, tal cual fui durante mi gobierno.
Yo sé que nunca me comprendieron los que me rodeaban; la divergencia de opiniones sobre mi personalidad ha sido tan grande desde el año de 1910 hasta la fecha, que no creo que haya dos hombres que tengan la misma opinión de mí.
Para unos soy un hombre extraordinario, definición que no dice nada y que por la misma causa fue la más empleada para calificarme. (Lozano, mi Ministro, la inventó). Para otros soy un bandido inteligente; para algunos un genio; para muchos un borracho tan sólo ..., pero, cuando alguien ha contestado sinceramente lo que a su juicio le parezco, vacilara si se le objeta en lo más mínimo y no sabe decir con toda claridad el concepto que se ha formado de mí.
Los griegos (creo que así me decía el poeta García Naranjo), practicaban este precepto: conócete a ti mismo. Y bien, señores, yo no me conozco.
Yo me he preguntado muchas veces quién soy, y nunca he tenido una respuesta que me satisfaga. La verdad, yo no sé quién soy.
Desde luego me creo un hombre fuera del nivel que alcanzaban los más grandes en mi época. Y a que los superara, si acaso los superé, pues yo sólo puedo asegurar que los dominé, se debieron a las circunstancias en que se desarrolló mi carácter.
Me explicaré: indio de raza pura, tengo las virtudes de los de mi estirpe y muy pocos de sus defectos. Soy -era más bien-, constante, enérgico, valiente, audaz. (No se tome a mal que me elogie, pues también voy a decir mis defectos y a hacer una confesión de todos mis errores, de los que me apresuro a decir que no me arrepiento). Algunos de mis defectos como hombre, eran cualidades como gobernante. El egoísmo y la desconfianza, especialmente.
Yo creo que un gobernante de México que no tenga en su alma estos defectos o cualidades (como se quiera llamarles), no triunfará nunca.
Yo era egoísta como Napoleón y desconfiado como una rata. Napoleón fue, a mi juicio, el hombre más egoísta de los hombres; sin cultivar su egoísmo como lo cultivó, no hubiera sido nunca el dueño de las tres cuartas partes de Europa. Y es bien sabido que ni a las mujeres amaba, por amarse a sí mismo.
Egoísmo es, pues, a mi juicio, una de las cualidades que requiere todo gobernante para prosperar. Don Porfirio mismo, al que me sentí arrastrado a imitar, no hizo por la educación del pueblo de México todo lo que hizo por el engrandecimiento material. Y es que en éste se amaba y se perpetuaba (grandes edificios, obras materiales, etc.), en tanto que en la educación del pueblo veía una obra que no se realizaría en el transcurso de su Gobierno ni en el de su sucesor, así se le supusiera a éste una vida tan prolongada como la del Caudillo.
Fui desconfiado como una rata, porque había necesitado matar y traicionar para mi prosperidad. Por esto temía infidencias y traiciones de cada uno de los hombres que me rodeaban.
Pero es inútil que quiera mostrar mis virtudes y mis taras morales como se describe un objeto. Mi alma es de las más complicadas y de las más sencillas. Voy a tratar de mostrarla en la narración de los principales hechos ocurridos durante mi gobierno: voy a confesar todos los sentimientos que me movieron a consumar buenas y malas acciones.
Sin duda que al mismo tiempo que yo me exhibo tal cual soy ante el mundo, algunos amigos míos van a quedar vindicados y sobre otros voy a atraer el odio de mis coterráneos. No importa. Estos apuntes están fundados en la verdad y servirán para que se laven culpas y se me juzgue ante la Historia.
Yo escribo en el destierro, alejado de las pasiones que se agitan todavía en mi país, sereno como siempre, libre de que los odios que desperté, me hieran en lo más mínimo.

Mi pasado

Mis biógrafos han hablado mucho de mi niñez, de mi vida de colegio, de mis estudios de ingeniería. Hasta ha habido algunos que han asegurado en letras de molde que soy una notabilidad como astrónomo ...
Recuerdo bien que cuando era Presidente se me elogió en muchas ocasiones por mis profundos estudios en ciencias y artes.
También se relataban en letras de molde, anécdotas sobre mi vida de soldado, y hurgando de modo servil los que me adulaban, encontraron en mi pasado hazañas gloriosas y trabajos que me harían inmortal entre los hombres de ciencia ...
La verdad es que cuando me presenté a Don Porfirio para ponerme a sus órdenes contra la revolución de 1910, yo no tenía pasado.
Sí recuerdo que hice una campaña en Yucatán, como tantos otros; que hice práctica de topografía, como tantos otros y que quebré, en una forma poco airosa, como tantos otros ...
Esto de Monterrey es de alguna importancia, porque se refiere a mis amistades políticas, pero me disgusta el recordarlo y por eso no voy a insistir en ello. Sí diré, y sólo de paso, que el general Reyes, mi protector de entonces, quedó algo disgustado conmigo.
El asunto fue un contrato de pavimentación y se refirió la diferencia, causa de mi quiebra y de mi disgusto, a unos dieciocho mil pesos. Quedé medio deshonrado.
¡Más me costó la amistad del general Reyes! Por ella me tuvo siempre Don Porfirio gran desconfianza y sólo por ella se me postergó y relegó al más completo abandono.
Sin ninguna comisión y muy pobre, viví muchos años. Por humildes tabernas azoté mi vida en unión de aquel mi gran amigo, el tribuno don Diódoro Batalla; un muchacho Villagrán al que más tarde había de hacerlo diputado, y Chucho de León, un ranchero de Coahuila, muy parejote y buen amigo.
Fraternalmente mataba el tiempo con estos señores y algunos otros, pobres como yo y que como yo sentían la angustia de vivir en la intolerable atmósfera porfiriana. Amigo de los humildes, humilde yo, muchas veces sentí la necesidad de rebelarme, en distintas ocasiones tuve deseos de que cayera el viejo Don Porfirio para que los postergados prosperáramos. Ya he dicho que fui reyista.
Pero la oportunidad no se presentó hasta que don Francisco I. Madero se lanzó a la lucha en las postrimerías del año de 1910.
Tuve en aquellos días en que aparecieron las primeras partidas rebeldes en Chihuahua, la idea de que sería aniquilado el maderismo. No creía que se podría derrocar a Don Porfirio con una revolución. La verdad, yo hubiera preferido el golpe de Estado, que es la mejor forma de acabar con un régimen, por viejo y fuerte que sea.
También sufría el desaliento del que ha esperado largos años sin fruto alguno. Me ocurría lo que ocurría a la casi totalidad de los mexicanos: me había acostumbrado a sufrir la tiranía del pequeño grupo que rodeaba al Presidente de treinta años.
Sin duda que mi carácter de militar, me inclinaba también, en aquellos días, a sentirme partidario de Don Porfirio.
Recuerdo que al mismo Don Podirio le dije un día:
- Señor Presidente: deme usted tres mil hombres y acabo con la revolución en el Sur.
Con gusto hubiera ido con mi columna a batir a los zapatistas y a los figueroistas, que en aquel entonces habían levantado a los Estados de Morelos y Guerrero.
No me dió el señor Presidente los elementos que le pedí y por eso la revolución llegó a ser temible en el Sur y hasta a arrojar a Don Porfirio de la Presidencia.
Cuando mi nombre empezó a pronunciarse por todos los mexicanos, fue cuando Don Porfirio me nombró jefe de la escolta de los trenes que lo llevarían a Veracruz para abandonar el Poder y su Patria.
La noche en que me habló Don Porfirio, todavía tenía yo la esperanza de que la Revolución no triunfaría. Recuerdo que al ver al viejo caudillo rodeado de sus familiares y de sus más íntimos amigos, me acerqué y le propuse limpiar la ciudad de manifestantes, cañoneando a las multitudes.

La muerte de una época

Carmelita fue la que primero se opuso. También Don Porfirio se mostró abatido, dispuesto a no oír. Le atormentaban los gritos de la multitud y un dolor de muelas ...
- Todavía es tiempo, señor Presidente -insistí.
- Ya no, no es posible -me respondió.
Yo no sentía rencor por el hombre que me había postergado. Por el contrario, era mi devoción para él, en aquel momento decisivo en que preparaba su fuga, más grande que nunca.
Fuera de la casa de la Calle de Cadena, la multitud rugía. Llegaban por entre las junturas de las ventanas, los gritos de las chusmas clamando por la democracia y la libertad, vitoreando a Madero y lanzando mueras al Presidente.
Cuando subió al tren Don Porfirio, yo sentí cierta emoción. Partimos y en el camino hubo un asalto por la gente que mandaba un cabecilla apellidado Caloca.
¡Recuerdo que cuando el tren detuvo su marcha y ordené a los zapadores que batieran al enemigo, Don Porfirio saltó del carro, dispuesto a combatir! Tenía en cada mano una pistola. ¡Y no temblaba!
Ya que recogimos unos cuatro mil pesos que llevaban en una mula los maderistas, nos dispusimos a la marcha. Yo dije a Don Porfirio:
- Ordene usted, señor Presidente.
- Usted es el jefe del tren, compañero -me contestó.
Era un militar mi general Díaz. Todavía debe ser un militar. Por eso yo sentí tanta atracción hacia él. ¡Ni en los momentos de peligro olvidaba su papel de militar, y no se olvidaba que me había dado una misión!
Cuando volví de Veracruz, durante el camino, solo en el tren, medité en este pensamiento que nunca se me había presentado tan claro aunque me obsesionó mucho tiempo: yo seré Presidente de México.
¿Por qué se me ocurrió tal cosa? ¿Qué proceso siguieron mis ideas hasta llegar a este pensamiento? ¿Mis emociones de ver y sentir, a un gran hombre destruído por una revolución a la que yo no le daba ninguna importancia, me hicieron ver como empresa fácil alcanzar el Poder?
¿Fue acaso la ambición que tal vez vivía en mí desde tanto tiempo lo que me hizo anhelar el primer puesto entre los mexicanos, en aquel momento que había caído el más grande de los obstáculos?
No lo sé; pero una hora después me había bebido una botella de coñac.
Cuando llegué a México comprendí que la situacfón de todos los oprimidos por don Porfirio Díaz había cambiado. Las cárceles se abrían para dar libertad a los reos políticos; hombres oscuros obtenían puestos públicos; se veía al señor De la Barra, Presidente de la República, con gran facilidad. Era otro México, del todo distinto, al que había yo dejado.
El México de Porfirio Díaz había muerto.

La salvación de Zapata

Yo fuí un amigo íntimo del señor De la Barra. Cuando le di parte de mi comisión, me recibió con sonrisas y abrazos y por éstos y aquéllas, comprendí que mi situación iba a cambiar para siempre.
No se necesitaba mucho para captarse las simpatías del señor De la Barra. Era tan vacilante y su situación de Presidente Interino tan falsa, que procuraba hacerse de amigos a toda costa, y para ello los tomaba de los más próximos a él. Yo me puse cerca ...
Cuando me nombró para hacer la campaña contra Zapata, sentí tal alegría que pude disimularla con trabajo, no obstante que mi rostro es de indio y por tanto inconmovible.
Sí, señores: la situación del Ejército en aquel momento era inmejorable.
La Revolución no lo había derrotado. Se conservaba íntegro con sus tradiciones, con su prestigio; formado por antiguos jefes y por una oficialidad joven e impetuosa, salida de los dos planteles militares que enorgullecían a Don Porfirio.
La Nación y hasta la Revolución, sentían un profundo respeto por el Ejército. Sólo ejemplos heroicos; sólo nobles y bizarras acciones era lo que la Institución tenía en su haber.
Si el señor De la Barra -pensé un día- no entrega el Poder a Madero (y no debe entregarlo, pues en México no se entrega el poder nunca), ¿qué sucederá?
Yo mismo me contestaba: una gran parte de la Revolución se unirá a este Ejército para sostener al señor De la Barra, salvando a la República de una catástrofe. Y como a mí me estima el señor De la Barra y como la Revolución me ataca porque fuí a dejar a Don Porfirio, yo seré Ministro de la Guerra. Cuando pensé esto, también me tomé una botella de coñac.
Empezaba el señor Madero a defender a Zapata cuando yo, con mi columna, iba a batirlo a Morelos.
Permítaseme que abra un paréntesis para referirme a la prensa, pues mi opinión sobre ella servirá mucho a los que leen estas líneas, para formarse una idea de mí.
Yo temo a la prensa. Desde que conocí las campañas que se hicieron contra Don Porfirio y también el miedo que inspiraban al Caudillo los ataques impresos, sentí aversión para los periodistas.
Por los castigos enérgicos que siempre impuso Don Porfirio a los periodistas; por la tolerancia que siempre tuvo el mismo para los gobernantes que castigaban a aquéllos, hasta arrojándolos vivos a un horno, como lo hizo Cravioto en Pachuca; por todo esto, yo sentía aversión a los periodistas.
Instintivamente comprendía el poder que estos hombres tienen en sus manos; y también la educación política porfiriana nos decía que había que comprar o matar al periodista.
Pues bien: en la prensa pulsaba yo la opinión pública y veía que una y otra eran hostiles a Zapata.
Estaba convencido de qué Zapata era un guerrillero a quien con toda facilidad se podía destruir. Ni guerreros, ni con elementos y un pequeño Estado, los zapatistas podíanl ser aniquilados muy fácilmente.
Sin embargo, yo retardé la campaña, la captura de Zapata. Quería dejarle tiempo al señor De la Barra; quería que al fin se deshiciera la tempestad que iba formándose sobre la cabeza de aquel caudillo de la Revolución que empezaba a atacarme por la prensa.
Tuve en mis manos a Zapata; podía cortar el telégrafo y acabar con él, cumpliendo las órdenes que para ello tenía; eso es muy fácil para cualquier jefe de columna que quiere hacer lo que le han ordenado y lo que sabe que le van a impedir que ejecute.
Pero pensé que si mataba a Zapata, crecía mi prestigio de militar, pero terminaba mi encumbramiento, que se iniciaba tan bien, pues Madero no me perdonaría que yo acabara con la fuerza que quería conservar para batir a De la Barra en el caso de que éste no quisiera entregarle la Presidencia.
No esperaba ya nada de De la Barra: sus vacilaciones y su cobardía para tomar una resolución, me indicaban a las claras que estaba perdido irremisiblemente. ¡Había, pues, que trabajar para el nuevo Presidente! ¡Zapata se salvaría!
Cuando tomó posesión el señor Madero, me retiró inmediatamente, pues no era grato y se me atacó con rudeza en la Nueva Era, órgano de la Revolución. Se me llamaba reyista y se me hacían algunos cargos.
Fuí a dar mis explicaciones al señor Madero.
Creía el público que yo contestaría por la prensa; pero yo comprendí que entablar una polémica era la muerte.
Lo convencí. Mis protestas de lealtad se extendieron hasta don Gustavo Madero, al que fácilmente logré hacer mi amigo. Cenamos juntos con Sánchez Azcona, en Sylvain.
Menudearon mis visitas a Don Gustavo. Cada vez que podía le declaraba mi devoción por su hermano.
Vino por entonces el movimiento reyista. Comprendí que fracasarían, pues en esta ocasión como en otras vi con toda oportunidad lo que tendría que ocurrir al fin.
Es verdad que mi general Reyes era mi antiguo protector. Pero preferí seguir mis asuntos, pues me había costado muy cara su amistad. ¡Ni los diez y ocho mil pesos de la pavimentación me compensaban la pérdida de prosperidad de tantos años!


La División del Norte

Seguí siendo ardiente partidario de Don Gustavo y de don Francisco Madero.
No hice, pues, caso a las insinuaciones de algunos amigos.
Cuando el señor Madero me dijo que era yo el designado para reparar el revés que las fuerzas de Pascual Orozco habían causado al Ejército federal en Rellano, sólo le pedí una cosa: que me dejara escoger los elementos para hacer mi campaña.
He dicho que fuí reyista; pero en verdad yo no me distinguí nunca por inoportuno. Mi general Reyes fracasó por esta falta de oportunidad. Es mía la frase que se pronunció mucho en México, a raíz de la muerte de mi antiguo jefe: El general Reyes fue inoportuno hasta para morir.
Yo no: con calma he esperado siempre que se desarrollen los acontecimientos que tienen que señalarme un momento oportuno.
En esto ha estribado una gran parte de mi fuerza: en saber esperar. Si sufrí resignado todo lo que Don Porfirio me hizo durante tantos años, ¿por qué no iba a esperar un momento durante unos cuantos meses? -pensaba yo entonces.
Y fue esto y sólo esto lo que me ha servido para triunfar.
Busqué elementos para ir a la campaña, dando mucha importancia a esta gestión cuando en realidad no me importaba llevar a cualquiera, pues en el caso de que no me sirviera un hombre, podía mandarlo a México o no darle ninguna misión.
Y puede decirse que desde el día en que quedé con el mando de la División del Norte, mi éxito político estaba asegurado.
Aproveché el momento del desastre para pedir elementos. Pedí cuanto quise; lo mejor del Ejército; los jefes más valientes y los oficiales más aptos quedaron a mis órdenes.
Marché a Torreón y lo hice con tal lentitud que quedaron sorprendidos mis subordinados y el señor Presidente. Yo caminaba despacio, porque sólo así se va al éxito. En el camino iba conociendo a mis subordinados.
Rábago, Prianí, Rubio Navarrete ... Con aquellos tres hombres podía llegar a Chihuahua. Rábago era bravo, Prianí también, Rubio era organizador y bravo.
El entusiasmo de la oficialidad que me acompañaba, levantó el espíritu de los que ya se creían vencidos.
Aproveché las cualidades de Rubio, en quien había descubierto, como ya he dicho, a un gran organizador. En poco tiempo nuestra división, la División del Norte, a la que he llamado y llamaré el primer poder de la América, marchó al encuentro de Pascual Orozco.
En el primer combate, en la falda de la Sierra de Banderas, Conejos, el empuje de nuestra columna iba a causar la derrota definitiva de los orozquistas; pero ...
Una derrota violenta significaba para mí escaso éxito. Se hubiera hablado de mi división, se me hubiera ascendido; pero nada más. ¡Y yo no quería un ascenso: yo iba a exigir por aquella campaña, el Ministerio de la Guerra!
Es tan antigua como el Ejército mexicano la táctica de prolongar las campañas. Las campañas producen prestigio y dinero. Mientras más larga es la campaña, es más productiva.
Y yo, siguiendo lecciones antiguas, prolongué la campaña.
El general Joaquín Téllez, inepto y caduco, fue el encargado de cargar sobre el enemigo, de destrozarlo. Naturalmente, el enemigo tuvo tiempo de embarcarse en sus trenes y huir.
El espíritu de mi columna creció entonces; con aquella victoria ya no era posible tener derrotas.
Siguió la marcha victoriosa.
Es verdad que yo bebía coñac todos los días y a todas horas. Pero podía hacerlo. Al cuidado de las tropas iban jefes competentes. Por esto cuando dimos la acción de Rellano, logramos el triunfo, no obstante que hubo un gran desorden.
No quiero tener la gloria para mí solamente. La artillería que mandaba Rubio, y el reconocimiento que hizo este joven jefe, fue todo. El es, con sus oficiales, con toda la división, quien triunfó en Rellano.


Los militares políticos

Pero si Rubio triunfó allí y Rábago obtuvo un triunfo de los más grandes en el combate de la Cruz, donde sin artillería venció a los orozquistas, el triunfo político era mío.
Político he dicho y no retiro la palabra. Política era la que estaba yo haciendo: política en favor de mi persona: atraía con las victorias, la atención de toda la República. La prensa empezaba a hablar de mí poniéndome en parangón con don Francisco Madero; se me señalaba como el salvador de éste.
Sobre el campo de operaciones yo me dedicaba a hacer amigos. Me adoraba la tropa; los jefes y los oficiales, todavía resentidos por el triunfo de la Revolución, volvían a mí los ojos, deseosos de que yo fuera el vengador del Ejército, como se atrevió a decirlo un jefe en un banquete que se me ofreció.
Recibía felicitaciones de los políticos y cartas entusiásticas de militares que querían unirse a mi columna. En una palabra: progresaba en mi camino hacia la Presidencia.
El incidente de Villa, debido a una yegua, y otros pequeños choques con don Abraham González, gobernador de Chihuahua y uno de los más fervientes amigos de don Francisco Madero, hizo que se emprendiera una campaña en mi contra por Emilio Madero, que iba como coronel honorario en la división de mi mando y por el citado Don Abraham.
Uno de mis oficiales me dijo que Emilio Madero había presumido que yo no sería leal a su hermano. Era verdad esta acusación que se hacía al coronel Madero, de murmurar. Pero me callé y lo traté mejor.
Al llegar a Chihuahua, ya batido y aniquilado Orozco, los oficiales de la División del Norte no tenían empacho en declarar su hostilidad al Gobierno y su adhesión a mí. En banquetes, en cantinas, en casas particulares, gritaban los oficiales vivas a mi persona, y mueras al Presidente Madero.
Yo pensé que no era el momento oportuno.
Quise acallar las murmuraciones; pero no lo hice en forma que se ofendieran mis amigos los oficiales y jefes, a los que sin que ellos lo supieran, había convertido ya en propagandistas políticos.
Yo fuí quien mezcló a los militares en política. Yo fuí quien no reprimió las manifestaciones políticas de los soldados contra el Primer Magistrado de la Nación. Soy el autor -con ello- de la resurrección de los cuartelazos en México; el causante de la ruina de la institución que vió con repugnancia el complot de Tacubaya, porque en él estaban mezclados algunos oficiales, y que luego tomó parte en asonadas de toda especie.
Pero lo hice para servir mis planes políticos; no lo hice inconscientemente.
Cuando el señor Presidente me llamó a la capital de la República, me presenté acompañado del jefe militar que traía un prestigio ganado sólo con esfuerzos sanos, Rubio, y le protesté mi adhesión.
Un día que le llevé unas fotografías de un tiro de ráfaga, me encontré al gobernador de Coahuila, don Venustiano Carranza, que me saludó con frialdad. ¡Vi en este hombre a un enemigo: él también quería ser Presiderite y me había adivinado!
Muchos oficiales y jefes de mi columna me propusieron la rebelión. ¿Si la División del Norte había triunfado de la revolución orozquista; si habíamos derrotado a la fuerza armada más poderosa de cuantas hasta aquellas fechas se habían enfrentado con el Gobierno, si el Ejército estaba representado por mi columna, que era el único núcleo formidable, invencible, por qué, entonces, no nos rebelábamos contra el Presidente y lo derrocábamos de un solo golpe?
Ante todos, la empresa se reducía a volvernos hacia la capital de la República y tomarla en un combate en el que con toda facilidad y de antemano, llevábamos las más grandes ventajas. Así pensaban todos, menos yo.
La División del Norte tenía, entre sus componentes, algunos cuerpos de antiguos maderistas, revolucionarios algunos de prestigio. El mismo Emilio Madero formaba -como ya he dicho- parte de mi columna. Y por más que había hecho esfuerzos para atraerme aquella gente, no lo había conseguido. Emilio Madero era el defensor de los maderistas de mi columna. La gente de Villa estaba aún con nosotros. Abraham González trabajaba por don Francisco Madero con gran tenacidad.
También algunos jefes y oficiales de mi columna parecían conservar su independencia de criterio. El general Rábago, Trucy Aubert y Rubio Navarrete, no me hubieran seguido.
Por eseo no me rebelé contra Madero cuando era jefe de la División del Norte.
Ya he dicho que el señor Presidente Madero me recibió muy bien a mi llegada a la capital. Don Gustavo también tuvo para mí grandes elogios y yo procuré hacerme agradable a este hombre, en el que siempre vi una fuerza política enorme en los asuntos de la administración maderista.
Pero si para Madero era yo un hombre leal, para su Gabinete era un traidor. La política que me había hecho don Abraham González daba sus frutos.
Inopinadamente, cuando yo menos lo esperaba, el señor Presidente me comunicó que cesaba en el mando de la División del Norte.
Estaba yo en México y era un día de mi santo cuando recibí la noticia de que todo aquello que yo había creado, aquel poder que llamaría con orgullo, repito, el primero de la América, se venía por tierra.
Medité fríamente. Bebí muchos días más de lo que acostumbraba y ... ¡esperé!


La corrupción del Ejército
Los políticos y los conspiradores de México ya me señalaban como el único hombre capaz de derrocar a Madero.
Había fracasado mi discípulo Félix Díaz en Veracruz. El desaliento de los que creyeron en Félix como en un salvador, era notorio. Sólo Ocón insistía, con mi buen amigo Rodolfo Reyes, en salvar la vida del prisionero de Ulúa.
Pascual Orozco había cruzado la frontera del Norte y sólo Marcelo Caraveo, su segundo, seguía combatiendo, con muy escasos elementos y sin poder resistir los ataques que las autoridades americanas hacían a la revolución, negándole la entrada de cartuchos y de armas.
Y bien, en aquella atmósfera de maderismo triunfante, yo respiraba ya el aire del triunfo.
Yo no creo en la opinión pública ni en el prestigio de los hombres. Para mí es igual utilizar a mi sobrino Joaquín Maass que al general Rábago. A la época de terrdr que desarrollaron mis ministros, nunca le di importancia como no se la daba a las medidas de conciliación.
Creo que para un gobernante es igual que los hombres que lo rodean, distribuyan oro o que asesinen.
Esto lo he comprobado en mi administración. Para mí, pues, todo es el éxito.
Una vez se lo dije a mi compadre Urrutia: si yo tengo armas y hombres, yo triunfo y hasta lo feo se me quita, compadre.
¡Por eso me importaba muy poco el prestigio de Madero ; yo seguía pendiente de los sucesos que se desarrollaban en el corazón del Ejército: allí estaba todo!
Como he dicho, yo mezclé en política a mis oficiales y esta labor, hecha por mí con toda conciencia, la hilo don Francisco Madero con toda inconsciencia. Y señores, un militar que hace política, cuando no es un Porfirio Díaz, está perdido, irremisiblemente perdido.
Imagináos un ejército que sigue a su jefe por simpatja que va más lejos que la que debe tener un subordinado para su superior: si el jefe le contraría, lo abandona en el acto.
Pero yo hice política hasta con los ascensos. ¡Yo ascendí tan rápidamente a mis oficiales, que en menos de tres meses me vi rodeado de napoleones! ¡Todos se creían con dotes de mando: todos se consideraban postergados por los superiores que Madero me había enviado en calidad de coroneles honorarios; y todos veían en mí al hombre que había de concederles el generalato que los librara de aquellos coroneles de petate!
La oficialidad que escapó a esta acción mía, fue tan sólo una reducida parte del gran núcleo militar que era a mis órdenes. Para ella tengo una frase de admiración.
El señor Presidente dijo en uno de sus discursos del Colegio Militar, a los alumnos del mismo:
El día que yo me aparte de la línea del deber; los autorizo para que vuelvan sus armas contra mí.
Yo no me comprendo, pero tampoco puedo comprender a Francisco Madero. ¡ Y eso que éramos tan diferentes! ...
La Tribuna, órgano que cooperaba a mi labor política por la asombrosa habilidad que desplegaba su director, el señor licenciado don Nemesio García Naranjo, enemigo de los más inteligentes de la Revolución, inició una campaña disolvente como ninguna, incitando al Ejército a rebelarse contra el Gobierno.
Era frecuente que García Naranjo y yo nos reuniéramos en la casa de mi compadre Urrutia para hablar de política. Allí se me incitaba a revolucionar contra el Presidente Madero. Discutíamos todas las posibilidades, pero yo siempre me mostraba reservado para dar mi opinión.
La campaña que en la Cámara de Diputados inició el llamado triángulo parlamentario, que estaba integrado por los licenciados José María Lozano, Francisco M. de Olaguíbel y García Naranjo, crecía diariamente en interés por el licenciado Querido Moheno, que se había separado del grupo maderista y pugnaba contra él demostrando una gran actividad.
Así es que con mi oficialidad, que hacía ya labor sediciosa en varios puntos de la República, y con La Tribuna, que encarnaba las aspiraciones de los militares y decidía a éstos a la sublevación, ya veía muy próxima la oportunidad de asestar un golpe de muerte al maderismo.
Otra de las razones por qué no me sublevé en esos días contra Madero, no puedo explicarla lo suficiente para ser comprendido. Sin embargo, voy a tratar de hacerló, pues para los que tengan interés en conocer hasta lo más profundo de mi alma, es muy importante que les diga esto.
El alcohol ha neutralizado en mí la acción, sólo en parte. Dígase lo que se diga, el alcohol mata las energías y a muchos hombres los aniquila por completo. A mí no me produce un efecto tan decisivo, pues pocas veces he quedado en el estado de inconsciencia en que quedan los que beben mucho en pocas horas, pero sí en mi larga vida ha ido minando mis facultades. Débese a esto que se repitieran muchas torpezas durante mi Gobierno; también que ocurrieran en tantas ocasiones los mismos errores.
Yo dejé hacer muchas cosas porque no podía impedirlo más que por un momento; pero si la falta cometida por mis amigos se repetía, entonces les dejaba hacer lo que les viniera en gana, sin objetar nada, sin oponerme, sin mostrar enojo.
Por otra parte, yo siempre tuve fe en mi destino. No creo que pueda ocurrir nada que no esté previamente señalado por los hechos anteriores. Soy fatalista como todos los indios, y al mismo tiempo soy creyente.


Mi odio a Madero

Pues bien, para no rebelarme en tiempo inoportuno, concurrió, principalmente, mi falta de acción. El alcohol mataba mis anhelos de prosperidad, me obligaba a dejar pasar los acontecimientos sin que yo tuviera otra idea que ésta: yo aprovecharé el momento oportuno para derrocar a Madero.
Mi aversión por el señor Presidente y por su hermano, crecían en mi corazón en las largas horas de tedio que vivía en mi casita de la calle de la Colonia de San Rafael.
Pasaba el día bebiendo con mis amigos y oyendo las quejas de éstos, quejas muy amargas y que escondían esta sola intención: que me sublevara.
Mis ahorros como jefe de la División del Norte llegaban a treinta mil pesos. Construía con gran actividad unas casitas, realizando con ello uno de mis ensueños acariciados durante toda mi vida.
Los conspiradores contra don Francisco I. Madero empezaron a asediarme. Uno de mis oficiales -no diré su nombre nunca- me propuso la sublevación en una forma tan violenta y tonta, que tuve que decirle:
- Si vuelve usted a proponerme tal cosa, lo mandó a Santiago. (Prisión militar). Lo hubiera hecho, pues ya he dicho que a mí no me importaba nadie de los que me rodeaban: a nadie quería ni a nadie quiero. Además, ya don Francisco Madero estaba abrumado por las denuncias que se le hacían de mí. Todos veían en mi persona a un traidor, todos menos él.
Por fin ocurrió el Cuartelazo de Febrero, movimiento que se denominó impropiamente felixista, cuando no fue sino reyista, pues a él concurrieron todos los elementos reyistas.
ConvencI a mis amigos de que yo no conspiraba y, sin embargo, alenté a todos a conspirar: hice creer, no en mi lealtad, sino en mi abstención, y Mondragón se lanzó a la aventura en que quedó envuelto mi discípulo Félix y muerto mi jefe, el señor general don Bernardo Reyes.
Antes me había propuesto Enrique Cepeda, capturar al Presidente.
El plan de mi compadre, porque Cepeda no sólo era mi amigo, sino también mi compadre, pues me había prestado servicios que yo correspondí llevando a una de sus hijitas a la pila bautismal, era tan sencillo como seguro; pero inútil para mí.
Se trataba de capturar al señor Presidente cuando pasara por el Paseo de la Reforma, cosa que hacía todas las mañanas, y llevarlo en un automóvil hasta Morelos, o fusilarlo.
Para mí la sola desaparición del señor Presidente, era inútil y hasta contraproducente: el grupo maderista hubiera seguido en el Poder. Para condensar: mi odio hubiera quedado satisfecho; pero ... ¡yo quería ser Presidente!
Deseché la proposición, en la que sólo se exponian Cepeda y uno de mis ayudantes.
Me habló Mondragón para conferenciar sobre la sublevación que se iniciaría con un cuartelazo en la capital. Mi general Reyes quedaría al frente del Gobierno y mi discípulo Félix en un Ministerio. Yo en el de Guerra. Yo exigía la Presidencia. El general Reyes, al saber mis aspiraciones, dijo:
Mándenlo a la ...


El fracaso de Díaz

No sé por qué llaman inteligente a Mondragón. Es activo, activísimo; pero no inteligente. ¡Proponerme que le diera todo mi prestigio militar, que era nacional, a mi general Reyes, que había fracasado, era desconbcer mis ambiciones, era creerme un soldado vulgar, con aspiraciones a un Ministerio! A mí, que era todavía en espíritu y casi en realidad, el jefe de la División del Norte, el poder militar que a un llamado mío, aplastaría a cualquiera que se enfrentara.
Señores, el político que no conoce a los hombres, no es político ni es inteligente. ¡Y Mondragón necesitó que yo lo aniquilara para conocerme!
Varios oficiales me comunicaron que la sublevación de los reyistas y felixistas, iba a estallar dentro de una hora. Me dormí tranquilo y esperé.
Es muy difícil triunfar en las ciudades por un cuartelazo. Sí se obtienen rápidos triunfos, pero tan efímeros que no recuerdo en estos momentos sino fracasos para los que se han alzado contra el Gobierno en la capital de la República.
El mismo oficial que me comunicó detalles de la sublevación de algunos oficiales de la Escuela de Aspirantes, me despertó más tarde, en la mañana del 9 de febrero, y me dijo que se iba a poner en libertad a mi jefe el general Reyes.
Entonces cruzó por mi mente una idea: batir a los del cuartelazo y crecer ante los ojos del señor Presidente; obtener la Cartera de Guerra y así llegar por alguna combinación a la Presidencia de la República.
La desorganización de aquel grupo de oficiales y civiles que mandaba Mondragón, era tan notoria que con un escuadrón de rurales yo los hubiera pasado a cuchillo en media hora.
Pensaba en esto al salir a la calle, para conocer la verdadera situación, pues la idea general ya la conocía muy bien, cuando me dijeron mis oficiales que mi jefe había sido muerto frente al Palacio Nacional.
Tomé un automóvil, para dirigirme a la Comandancia Militar.
¿Qué pensé en el camino? Las noticias que me habían dado, aseguraban un éxito a favor del Gobierno. Muerto ei general Reyes y disuelto el núcleo de fuerzas que lo habian seguido en su aventura, era de suponerse que el cuartelazo había fracasado. De pronto me asaltó esta idea: mis enemigos pueden aprovecharse de mi situación actual y complicarme en el movimiento fracasado; pero si llego a tiempo de ayudar a la extinción de la asonada, entonces recupero el lugar de estimación en que me tienen los prohombres del Gobierno.
Saqué la cabeza fuera de la ventanilla para ordenar al chofer que apresurara la marcha del automóvil, y en aquel momento vi al Presidente Madero.
Yo no dudé nunca de que don Francisco Madero supiera enfrentarse ante una situación difícil; y aun más: lo creía inconsciente como a cualquiera de mis soldados gue ignora la causa del combate. Pero ante el espectáculo que presentaban los alumnos del Colegio de Chapultepec; el arma al brazo, rodeando al Presidente que iba al lugar que le correspondía, sin saber con firmeza si iba a la mUerte, yo que soy soldado, no pude admirar al señor Madero, pero sí lo consideré como un hombre difícil de ser derribado del Poder.
Salté del coche y me puse a sus órdenes. ¡Recibí algunas noticias inmediatamente y en el camino de la glorieta de Carlos IV a la fotografía Daguerre, menos de mil muertos, comprendí que se acercaba el fin del Gobierno maderista!
Media hora más tarde yo era nombrado Comandante Militar de la Plaza de México, es decir, era el jefe de las operaciones contra el grupo de sublevados.
La sangre
En ninguno de mis combates había visto tanta sangre como vi en la Plaza de la Constitución. Hago memoria de aquel cuadro, para dar amenidad a estos apuntes, pero no porque haya dado yo ninguna importancia a aquella hecatombe en la que sucumbió mucha gente, pero que la hicieron los soldados del Gobierno en cumplimiento de su deber.
Más de mil cadáveres yacían en los portales de la Plaza de Armas, en los jardines de la catedral, en las calles, en los prados del kiosco central.
Agrupados o diseminados, los muertos alfombraban algunos trechos, hacían imposible el paso.
Había cadáveres de niños papeleros; de damas de alta alcurnia, de barrenderos, de comerciantes, de mujeres, de niños de pecho ... Por todas partes se extendían las manchas de sangre que humeaba o hacía grandes y obscuros coágulos.
Los heridos se quejaban o lloraban; algunos se movían penosamente, otros se arrastraban dejando huellas rojas en el asfalto de la calle.
Y de pronto, dominando todos aquellos ayes y lamentos, la turba que anunciaba la proximidad del Presidente prorrumpió en un grito: ¡Viva Madero!
Dentro del Palacio yacían quinientos heridos y en los corredores y en las puertas de la Comandancia había tantos, que no se podía caminar.
El general Villar había cumplido con su deber. Muy enfermo de artritis, casi sin poder andar, Villar, no había desdeñado salir de su casa para dirigirse a la Comandancia en el Palacio Nacional. Redujo al orden a las fuerzas del 20° Batallón, que se hallaban comprometidas con los sublevados y batió al gran núcleo que se presentó en Palacio.
Para los militares, la conducta del general Villar fue digna de todo elogio. Pero los civiles, lo consideraron como un asesino. Villar es el tipo del militar que no hace politica; enérgico y valiente, aunque ya esté muy viejo. Sus primeras declaraciones, cuando logró levantarse de la cama del Hospital Militar, donde estuvo a punto de sucumbir, las hizo públicas la prensa. Declaró que había ordenado se hiciera fuego sobre el general Reyes; que ya herido continuó organizando una guerrilla, hasta que me entregó el mando.
Ignoro por qué los de la Ciudadela no lo mataron cuando estaba en cama; me sorprende que la Revolución lo tenga sin su sueldo y abandonado.
La muerte del general Mariano Ruiz la ordenaron un grupo de civiles y el Ministro de la Guerra. Se consumó en el jardín del Palacio Nacional.
Era diputado, pero traía las armas en la mano. Este hecho me sirvió más tarde para no vacilar ante el escándalo de segar vidas amparadas por el fuero constitucional.



Mi compadre y Joaquín

Mi primera orden fue para que se echara agua en el Patio de Honor del Palacio.
Y mientras recibía a mis oficiales y a los paisanos que me daban noticias; y mientras el Gobierno se instalaba en los salones, yo pensaba si había llegado a mí ya el momento oportuno.
Todo consiste en esto -me decía a mí mismo- todo se gana, si yo no dejo esta oportunidad que me favorece mucho, pues, me pone una vez más ante la Nación, como el hombre del día. Si ya los sublevados habían fracasado (y si habían fracasado era sólo porque yo no estuve con ellos), lo que me convenía era demostrar lealtad ante el Gobierno. Pero ¿y si no habían fracasado?
Cepeda, mi compadre Cepeda, me sacó de las dudas y me marcó un camino, dándome los mejores datos sobre la situación de la pequeña columna de pronunciados.
Entonces vi qúe el momento oportuno iba a pasar y decidí aprovecharlo.
En telegramas y en conversaciones, no se hablaba sino del general Huerta. ¿Con quién está Huerta? -preguntaban del último rincón de la República.
Y cuando se les contestaba que del lado del Gobierno, aseguraban que aquello de la Ciudadela era cuestión de un momento.
Y, en tanto, yo esperaba.
Pero tenía noticias fidedignas de lo que ocurría. Se me escapaban las ideas de detalles y no encontraba la forma en que debía obrar de una manera enérgica y definitiva.
Esperé como siempre y me dispuse a desempeñar mi papel de la manera menos activa posible, para dar tiempo a que mis amigos me mostraran la verdad completa de los sucesos que se desarrollaban con una rapidez inesperada.
i algún militar lee estas memorias de su antiguo jefe, escuche este consejo que siempre les di y que hoy repito para grabarlo entre los de mi clase: los jefes de columna antes de entrar en acción deben hacer un reconocimiento personal, si es posible, de las posiciones del enemigo. Nunca hay que combatir si no se tienen buenos datos sobre el contrario. Esto da grandes ventajas sobre el enemigo y asegura el éxito final. Ya lo dice la táctica, pero yo le doy más importancia al reconocimiento que a cualquiera otra parte del combate.
Decía que mi compadre Cepeda me resolvió a tomar una actitud, porque él me dijo cuanto ocurría.
Personalmente había conferenciado con mi discípulo Félix y con Mondragón. Los dos jefes, encerrados en la Ciudadela con un puñado de soldados, me llamaban su único jefe, me reclamaban en nombre de viejas amistades. Una gran parte de la oficialidad de la muy reducida que estaba en la Ciudadela, rebelada, también me llamaba.
Comprendí la situación. Los sublevados estaban a mis órdenes, podía aniquilarlos en un momento; por otra parte, el señor Presidente estaba en mis manos, pero no podía tocarlo porque todas las fuerzas eran irregulares, es decir, maderistas.
Di tiempo suficiente a que los sublevados adquirieran alguna fuerza y a que se organizaran, pues era notoria su debilidad.
El señor Presidente se alistó para ir por refuerzos a Cuernavaca y en un arranque de locura él mismo salió de la capital de la República para llamar de Morelos al general Felipe Angeles.
En tanto yo vacilaba. Él pensamiento de que si los de la Ciudadela eran vencidos yo caería con ellos, me hizo contestar a Mondragón y a mi discípulo que esperaran, que no los atacarían, sino que me uniría a ellos más tarde.
Rápidamente el general Angeles, salvando todos los conductos, pero usando para ello el nombre del señor Presidente de la República, hizo una reconcentración de fuerzas. Con cierta habilidad, llamó a las irregulares, de preferencia; y a las mías las dejó donde se encontraban. Angeles desconfiaba de mí y tenía celos de la División del Norte.
El drama
Y empezó a desarrollarse el drama más sangriento en nuestra historia, señores; drama del que fui yo autor y cuyos secretos hoy paso al papel para darlos como testimonio a la verdad.
Mi compadre Cepeda me traía noticias del interior de la Ciudadela y llevaba las mías con una actividad y valor que elogio ampliamente.
Para no hacerse sospechoso, Cepeda cruzaba a la hora de los tiroteos y entre dos fuegos salía y entraba siempre con un gesto de desdén para la muerte. Cepeda, señores ... ya hablaré más tarde de este hombre que me fue adicto como ninguno de los que me rodeaban.
Mi nombramiento de Comandante General de la Plaza de México, me permitía elegir la forma de combate sobre los pronunciados.
Ya he dicho que Madero no desconfiaba de mí; pero sus ministros sí. Especialmente García Peña, el Secretario de la Guerra y viejo camarada mío ¡comprendía que yo andaba conspirando!
Pero Madero me quería y se empeñaba en demostrarme su confianza.
Desde el momento en que fui Comandante Militar de la Plaza, Madero estaba perdido.
Olvidaba un detalle importante: lo primero que hice fue enviar a mi sobrino Joaquín (Maass) a comunicar a los sublevados que tomaran la ciudad a toda costa.
La gente del cuartelazo ya estaba dispersada; sólo Félix con unos ciento cincuenta hombres marchaba con rumbo incierto, dirigido por el mayor Trias, el más entusiasta de los comprometidos.
Recuerdo que Joaquín -llamaré así a mi sobrino, pues la costumbre me obliga a suprimir su apellido-, me contó la situación de los sublevados y más tarde me dijo cómo había comunicado mi primera orden, al general Mondragón y a Félix.
Llegó Joaquín a la plazoleta donde se alzaba una columna con un reloj en la calle de Bucareli y allí dijo al general Mondragón que mi orden era atacar y tomar la Ciudadela.
Cuenta Joaquín que como Mondragón estaba a un lado de la bocacalle y del otro Félix, incitó al general a que pasara por entre los balazos, en la zona abatida como decimos nosotros; pero Mondragón temió cruzar la calle ...
Joaquín, que es hombre, pasó por el fuego y cumplió mi orden.
La Ciudadela cayó porque el general Dávila estaba en ella y porque el general Villarreal había sido herido de muerte en el ligero ataque que hicieron los sublevados. A Villarreal no se le ha señalado como valiente; pero lo era y también era un hombre de honor. Fue a la Ciudadela porque se sentia soldado; por entereza de alma.
Los sublevados tocaron dianas al entrar a la Ciudadela y estas dianas se oyeron a muchos kilómetros, pues antes de que transcurrieran dos horas, los doscientos hombres que entraron tenían más de mil amigos y adeptos a su lado.
Se organizó la defensa de la plaza y ya en la tarde supe que estaban dispuestos a hacer alguna resistencia. Yo no necesitaba más.
Empezaron mis arreglos con los jefes del cuartelazo.
Mi compadre Cepeda y mi sobrino Joaquín llevaron saludos y promesas mías a los que se habían entregado a mí en lo absoluto, pues bien sabían que podía despedazarlos en un momento.
El día 10, un día después del cuartelazo, ofrecí una cita personal a Félix en la dulcería de El Globo, en la Avenida Principal de México. Fue Félix. Yo le envié a un amigo, me parece que a Guasque.
Después fue a cenar a la Ciudadela y a conferenciar con el Ministro de Estados Unidos en México, Mr. H. L. Wilson, que odiaba a Madero porque era revolucionario.
Allí iba con frecuencia Félix o bien el hijo de mi jefe, el licenciado Rodolfo Reyes.
Tuve en varias ocasiones que cañonear la Ciudadela, pues se les olvidaba a los que estaban dentro que yo era el alma y que su salvación estaba en mis manos.


Un sacrificio de 5,000 vidas

A todo esto las víctimas caían; primero por centenares, después a millares.
Con frecuencia me he preguntado a qué se debe mi indiferencia por la vida humana. Yo no siento nunca que la piedad conmueva mi corazón: ¿es éste de piedra? ¿el alcohol, que en tanta abundancia he ingerido, atacó mi entraña y aniquiló en ella la sensación? Yo no siento lo que he oído llamar la voluptuosidad de matar, no. La muerte de un ser humano produce en mi ser el mismo sentimiento que la caída de la hoja de un árbol.
Es por esto que para poder esperar el momento oportuno, del que tanto he hablado, dejara que la tragedia se desarrollara, aniquilando vidas humanas. Con frecuencia me daban parte de que una familia había sido muerta por un proyectil lanzado desde la Ciudadela, pues dieron los sublevados en tirar granadas a los cuatro rumbos, sin ton ni son; otras veces enviaba columnas a la muerte. Eran los rurales, los irregulares que tanto me habían obligado a esperar.
Como entraban por las calles, las ametralladoras los aniquilaban. ¡Hubo un cuerpo que entró a caballo al asalto de la posición enemiga!
Yo, con absoluta indiferencia para las víctimas, continuaba mis arreglos.
Hasta hoy me he puesto a pensar que para llegar al Poder sacrifiqué más de cinco mil vidas en sólo ocho días.
Pero eso no quiere decir que me arrepienta, señores: yo no me arrepiento nunca de lo que hago. No se arrepientan ustedes tampoco.
Por mi serenidad pude ocupar mi mente en preparar el golpe de muerte al señor Presidente.
Los arreglos duraron poco tiempo; pero yo no podía operar, porque las fuerzas que llegaron a la plaza eran irregulares. Las había de línea; pero el pésimo resultado del golpe de la Ciudadela; la seguridad que tenían todos los militares de que los sublevados que se hallaban encerrados en el corazón de la ciudad estaban perdidos, originaba que todos se fueran a la cargada, es decir, a favor de Madero.
Los mexicanos somos así, según dice Bulnes. Nos vamos a la cargada ...
En Palacio no se hablaba de otra cosa sino de acabar con la Ciudadela. Las granadas que habían arrojado desde aquel lugar hasta el en que se encontraba el señor Presidente, no causaban pánico: aumentaban las energías de aquel hombre incomprensible.


2 comentarios:

moises edwin barreda dijo...

¿Qué tanto serán verdaderos y hasta dónde apócrifos estos fragmentos de las"memorias" de Victoriano Huerta? Si nos atenemos a que Zapata rompió con Madero porque éste traicionó a la Revolución, resulta curiosa la confesión que se acredita al Chacal, de que por su ambición política no le convino acabar con Zapata porque Madero reservaba a éste para combatir en caso de que León de la Barra no le entregara el poder.

Cuaresmen1 dijo...

Nunca había sabido de estas "memorias" del usurpador.
en fin...

Publicar un comentario

Ventas sólo en México

  
Alguna vez te has preguntado ¿Cual es el origen de tu apellido y como es su escudo de armas? Nosotros aclararemos todas tus dudas; contamos con una gran variedad de apellidos de origen hispano.
¡Cuadros con historial, escudo individual o doble, a exelentes precios!